David J. Skinner

martes, 7 de enero de 2014

Legado de sombras - 11

Griesgo



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Esperaba encontrarme con muchos Hantings durante mi vagabundeo, pero lo cierto fue que apenas me crucé con dos o tres, portando grandes bultos, hasta que llegué al edificio más alto de la ciudad y, probablemente, del mundo: la Torre. Una construcción de pulidas piedras que ascendía casi hasta tocar las nubes, cuya cúpula de cristal ­—que en aquel momento reflejaba la luz matutina— parecía haber sido colocada allí por los mismos Dioses, pues solo ellos serían capaces de alcanzar tan lejana distancia.

Siendo niño había escuchado que los niveles superiores de la Torre contenían celdas, habitadas por los criminales más sanguinarios; por herejes cuyas palabras eran capaces de hacer tambalear la fe del más devoto siervo de los Dioses.

No era la curiosidad por aquello lo que me llevó frente a la estructura, sino el contenido de las plantas inferiores. En la Torre se guardaba toda la información histórica del reino. La mayor biblioteca que jamás ha existido era, sin lugar a dudas, lugar de paso obligado para la obtención de información.

—Buen día —le dije al hombre fornido que guardaba la entrada, una alta puerta de metal y madera tras la que se encontraba la gran colección de documentos que ansiaba poder consultar.

Pequé de ingenuidad al pensar que podría acceder al interior de la Torre con solo plantarme allí. Con cara de pocos amigos y dejadez en la voz, el guarda me informó de que, para entrar, necesitaba el permiso por escrito de un miembro de la Orden.

Como sabrás, la Orden está formada por los líderes del ejército. Un pequeño grupo, aunque con un inmenso poder, que solamente responde de sus acciones ante el mismísimo Gran Adalid. Resultaba una tarea imposible, a priori, conseguir que uno de ellos me autorizara a entrar. Mis opciones, por otra parte, no eran muchas; la única alternativa consistía en usar los Poderes Divinos y, si ya temía utilizarlos para cuestiones menos relevantes, introducirme en la Torre llamaría sin duda la atención de Tamiré.

Decepcionado y sin saber qué hacer a continuación, me alejé de allí y comencé un paseo sin rumbo por la ciudad, que cada vez se me antojaba más lúgubre y triste, al igual que mi ánimo. No sé cómo, pero terminé llegando a la zona menos visitada y más peligrosa de la capital: los muelles viejos. Decenas de historias había escuchado, durante el tiempo que pasé en el ejército, sobre ese lugar que siglos antes ayudó a que la ciudad alcanzara la grandeza que ahora tenía. Aun así, y a plena luz del día, aquel sitio no me inquietó. Pude ver a un par de individuos borrachos que buscaban un sitio donde descansar o, tal vez, una nueva taberna en la que seguir bebiendo. También me encontré con algunas mujeres que me ofrecieron sus favores a cambio de monedas, algo que ni podía permitirme, ni deseaba. Por último, me encontré frente a un edificio de madera, de cuyo interior salían gritos ahogados y el estrépito propio de una lucha.

No sé por qué decidí abrir la puerta e introducirme dentro. Había decenas de gradas repletas de gente que gritaba toda clase de improperios, sin dejar de mirar hacia lo que podía ser el centro del edificio. Avancé un poco, sin sentir temor ni inquietud para poder ver qué ocurría; lo que me encontré hizo que mi sangre se helara.

Sobre una especie de escenario se encontraban dos Hantings. Su sangre manchaba el suelo y a los asistentes más cercanos a ellos que, lejos de sentir repulsión, parecían enloquecidos. Los dos adversarios se observaban el uno al otro, con una mirada de odio como jamás yo hubiera visto.

—¡Vamos, mátalo! —gritó un hombre gordo a mi derecha que, acto seguido, recibió un fuerte empujón por parte de otro espectador situado a su lado.

—¡No tiene ninguna oportunidad, imbécil! —dijo ese—. Mi chico se lo va a merendar.

Aunque siguieron debatiendo sobre quién sería el vencedor en la contienda, lo que había escuchado me bastaba para darme cuenta de en qué lugar estaba, y de lo que estaba ocurriendo ante mí. Conocía historias sobre luchas similares, entre animales, que habían sido muy perseguidas por su crueldad. Ignoraba si las leyes permitían, tras las revueltas, usar a Hantings en esos espectáculos sangrientos.

Yo no lo iba a hacer.

Recuerdo los siguientes minutos más como un vago sueño que como hechos reales; mis manos se movieron, lentamente al principio, formando signos de invocación, mientras de mis labios fueron saliendo las palabras que conocía, a pesar de nunca haberlas pronunciado antes. Porque durante el Camino había hecho aparecer a un Jurla, sí, pero nunca a la criatura que se iba a materializar ahora. Quizá nadie había osado hacerlo antes.

—¡Por los Dioses! —exclamó una mujer, detrás de mí. Y sí, era por los Dioses que el muro que separa los planos se abriera de nuevo, estaba vez para dejar pasar a nuestro mundo a un ser enorme, sin piedad, cuya hambre solo podía ser saciada con carne y sangre.

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